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Foto: Juan Carlos González |
Me ha llamado siempre la atención el hecho de que entendamos ‘diversidad’ como sinónimo de inmigrante: opino que ‘diversos’ somos todas y todos. Cada una y cada uno de nosotros hemos nacido en un lugar concreto, en una época concreta y en un grupo familiar determinado.
Carlos López Cortiñas. Somos hijos de familias numerosas, monoparentales, tenemos dos padres, dos madres, vivimos con la abuela, con unos tíos, somos hijos únicos, vivimos en el campo o en la ciudad...
Estas características nos hacen únicos y también diferentes de cualquier otra persona. Si a estas características les añadimos unas tradiciones, una lengua o un dialecto, y unas manifestaciones culturales peculiares... la diversidad está servida. Hemos convivido y seguimos conviviendo en la escuela con alumnado gitano y también -en las grandes ciudades, primero- con alumnos y alumnas de las distintas comunidades autónomas, algunas con otra lengua cooficial del Estado y con hábitos de vida diferenciados. Es decir, que la diversidad siempre ha formado parte de nuestras vidas, aunque no fuéramos conscientes de ello. Por otra parte, cuando observo la realidad actual de las aulas, sigo cuestionándome por qué en algunos casos se habla de alumnos y alumnas procedentes de familias inmigrantes y en otros casos, simplemente, nos referimos a alumnas y alumnos extranjeros...
¿Acaso no son extranjeras las personas inmigrantes? ¿Es, acaso, más ‘diversa’ su diversidad? A principios de los años 90, hace ya más de 15 años, empezamos a reflexionar sobre la diversidad y la educación intercultural. La sociedad se enfrentaba con una situación nueva: lejos estábamos de la imagen de la emi- gración española de los años 60, cuando quienes se marchaban eran casi siempre hombres solteros o que dejaban a la familia en el pueblo para salir a buscar trabajo donde lo hubiera. Pero como recordaba el arquitecto, novelista y dramaturgo suizo, Max Frisch,“pedíamos trabajadores y vinieron personas”. Con estas palabras, marcaba claramente la diferencia de consideración y de trato que se les daba al trabajador extranjero y a la persona que llegaba con un proyecto de vida para él y para los suyos.
En la última década del siglo XX, las condiciones socioeconómicas favorables y la legendaria hospitalidad hacia quie-nes llegaban de fuera hacían de España un lugar donde vivir, un lugar donde soñar, un lugar donde quedarse. Ya no se cruzaba el país de sur a norte para llegar a Francia, a Alemania o a los Países Bajos; estas personas que llegaban de África o de América decidían quedarse aquí. Y con ellas llegaron sus familias. Fue, para muchas y muchos de nosotros, como una revelación: descubrimos la diversidad de “los otros”, nuestras propias contradicciones, nuestras “zonas de sombra”1, la desigualdad de nuestro sistema educativo y un evidente monolitismo de nuestras creencias.
Con la inmigración llegó el replanteamiento de nuestro sistema educativo y un nuevo interés por renovar metodologías. A principios del siglo XXI, hace apenas unos diez años, la preocupación por la integración del alumnado inmigrante impulsó el desarrollo de medidas compensatorias, a menudo voluntaristas e improvisadas. El progresivo aumento del alumnado procedente de familias inmigrantes, sin embargo, nos está obligando, hoy, a reflexionar sobre la conveniencia de abandonar estas medidas específicas -dirigidas a un colectivo concreto, y basadas en la teoría del déficit, sin tener en cuenta las individualidades- que son, de alguna manera, segregacionistas, para considerar de manera global la educa- ción de las y los futuros ciudadanos que pueblan las aulas.
La Educación Intercultural, bien entendida, así lo propone
El éxito de una sociedad democrática, solidaria y que trabaja para hacer efectiva la igualdad de oportunidades de las personas, -de todas las personas que la conforman- solo se podrá conseguir si trabajamos conjuntamente por el bien común. No se trata de que algunos alumnos y alumnas se integren a un sistema educativo basado en valores vi- gentes a principios del siglo XX, sino de que la globalización del conocimiento se logre a través de la universalización de los valores.
La realidad del aula nos obliga a interrogarnos sobre la necesidad de dejar de hablar de la atención a la diversidad cultural para centrarnos en lograr la igualdad educativa. Para conseguirlo, quizá haya llegado la hora de apostar por la construcción de una escuela, de una educación, de la que pudiéramos sentirnos orgullosos: una escuela plural, ética y de calidad con un profesorado comprometido, implicado y formado para la gestión de la diversidad desde la equidad educativa. Muchas son las herramientas de las que disponemos, muchos los profesores y profesoras que las utilizan. Quizá una asignatura pendiente, desde una perspectiva intercultural, sea la de considerar igualmente importantes a todos los agentes educativos: la escuela como motor de transformación, pero también como elemento vertebrador de comunicación con la familia y el barrio y como agente visibilizador de la acción comunitaria.
El Estado español y la gestión de la educación en las CCAA deben reflejar una realidad aún emergente: que los hijos e hijas de familias inmigrantes lleguen -si así lo desean- a la Universidad. Que, como en otros países europeos, consideremos con toda normalidad la visibilización y la incorporación de las hijas e hijos de las familias inmigradas a los niveles más altos del sistema educativo; que llegue a alcalde el hijo de una familia de origen marroquí, que un número considerable de diputados y diputadas sea de origen ecuatoriano, o que la ministra de Justicia proceda de una familia guineana... todos ellos y todas ellas, educadas en valores democráticos y en el respeto a los derechos fundamentales, como ciudadanos y ciudadanas que comparten una misma idea de Estado, unido en su diversidad.
Educar en valores, construir un espacio compartido de criterios democráticos y ciudadanos es lo que -en palabras de Amin Maalouf- (...) [da] “a Occidente la oportunidad de restaurar su credibilidad ética, no dándose golpes de pecho, no abriéndose a ’toda la miseria del mundo’ ni transigiendo con valores importados de otros lugares sino, antes bien, siendo por fin fiel a sus propios valores, respetuoso con la democracia, respetuoso con los derechos humanos, atento a la equidad, a la libertad individual y al laicismo. En sus relaciones con el resto del planeta y, en primer lugar, en sus relaciones con las mujeres y los hombres que escogieron irse a vivir bajo su techo”-.
El enfoque intercultural de la educación ya está en nuestras escuelas, quizá falte entender que no se limita al día de la paz o a la pedagogía del cuscús 4, sino que todas y todos, como miembros de la comunidad educativa y como miembros de la sociedad, tenemos un papel que desempeñar: somos parte de un mundo en conti- nuo movimiento, cuyas fronteras son cada vez más artificiales. La educación universal es un derecho y uno de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. La educación en equidad y en calidad depende de cada una y cada uno de nosotros. ¡Manos a la obra!
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