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Vivimos un racismo culturizado. |
La xenofobia, es decir, el miedo, el desprecio, el odio o la aversión a lo diverso, a lo diferente de lo propio, es un fenómeno social ampliamente extendido en este pequeño planeta en el que nos ha tocado vivir, aunque su forma e intensidad sea diferente según las sociedades y las épocas. Comparte un amplio espacio con el racismo, que comenzaría cuando sobre la base de las diferencias existentes se establecen prácticas sociales o políticas públicas que maltratan, que segregan, que niegan derechos, masacran o exterminan a los grupos humanos identificados como razas inferiores.
El racismo es polimorfo y cambiante en el tiempo, de ahí también la dificultad de definirlo y la necesidad de distinguir sus diferentes manifestaciones. Como señala Albert Memmi: «La acusación racista se apoya tanto sobre una diferencia biológica, como sobre una diferencia caracteriológica, o sobre una diferencia cultural. Puede partir tanto de la biología como de la cultura, para seguidamente generalizar al conjunto de la personalidad, de la vida o del grupo acusado. A veces, el rasgo biológico es dudoso o incluso ausente. En suma, nos encontramos ante un mecanismo infinitamente más variado, más complejo y desgraciadamente más corriente de lo que pueda hacer pensar el término estricto de racismo. Tal vez habría que pensar en reemplazarlo por otra palabra, por otra locución que expresara a la vez la variedad y el parentesco de las actividades racistas». (Ensayo de definición, 1964)
A falta de encontrar la locución adecuada, retengamos su carácter polimorfo, cambiante y la necesidad de distinguir sus manifestaciones concretas. Hoy el racialismo clásico, el desarrollado en el siglo XIX de la mano del cientifismo moderno, que reivindicaba la pertinencia de dividir a los humanos en grupos denominados razas según determinados rasgos físicos; de establecer unas supuestas correspondencias entre las características físicas y la morales de esos grupos; de jerarquizarlos de
forma etnocéntrica en superiores e inferiores; y de establecer una política que, acorde con lo anterior, discrimine, segregue, explote, masacre o extermine a lo considerado inferior o contaminante, está muy desprestigiado, aunque de una manera u otra nunca ha dejado de estar presente. De todas formas, y como con acierto señala Tzventan Todorov: «No es a partir del hecho de que la biología haya probado que todas las razas son iguales que habría que ser antirracista. De ser así, también podría darse el caso contrario: imaginemos que mañana los biólogos descubren que, después de todo, las razas son efectivamente desiguales; ¿entonces esclavizaríamos a los negros?... El deber ser no se deriva del ser. La igualdad en derechos y dignidad de todos los seres humanos es nuestro ideal, porque podemos argumentar razonablemente que es superior a cualquier otro ideal, no porque las personas sean de hecho iguales». (Deberes y delicias. Una vida entre fronteras.)
El racismo se ha culturizado. El racismo moderno no busca su fundamentación en un materialismo biológico, sino que desplaza su argumentación de la raza a la etnia y a la cultura. Este racismo diferencialista, que se desarrolló en los años ochenta del siglo pasado en varias partes de Europa, traslada la determinación del individuo a la cultura, sustituye la defensa de la desigualdad por la afirmación de la diferencia, concibe a las culturas como bloques impermeables, como cajas cerradas, planteando que no es posible relacionarse entre ellas o entre las personas que provienen de diferentes ámbitos culturales. No se afirma, al menos explícitamente la superioridad de una cultura sobre otra, sino
que se niega la posibilidad de que en un mismo espacio político y social conviva gente de diferentes procedencias culturales. Es un tipo de racismo que oscila entre el elogio a la diferencia y el odio a la diferencia cultural dentro del espacio nacional-comunitario, pues, supuestamente, esas diferencias pondrían en peligro la preservación de la identidad cultural.
Pero más allá de las formas más elaboradas de racismo, tenemos otras cotidianas, formas de racismo popular y social, que tienden a la racialización de problemas sociales reales (trabajo, vivienda, convivencia en un barrio, incivilidades cometidas en los bloques de viviendas, seguridad y delincuencia, etc). Se tiende a simplificar los problemas y a
buscar la explicación de los mismos en la existencia de un grupo extraño que lo lía todo: atribuir el fracaso escolar a que en la escuela hay alumnos extranjeros; sentirse abandonado por las instituciones que no toman en consideración sus demandas porque el barrio está cambiando su composición humana; la preocupación porque en el bloque de viviendas cambia la composición y se pierde la seguridad de lo conocido; atribución de todo lo malo que ocurre, sea real o ficticio, a un determinado grupo humano identificado como extranjero; especular sobre los problemas que puede haber o podrán tener sus hijos si en el barrio o en el pueblo se van asentando extranjeros; frente al aumento del paro reivindicar que el empleo sea para los autóctonos, apelando a la autoctonidad, a los de aquí primero, etc., etc.
En esas expresiones hay una mezcla de elementos reales e imaginarios. Se apela a lo vivido o a lo que otro le ha contado que ha vivido, dando como resultado una especie de vivencia excesiva. Se reivindica el carácter real de esa vivencia frente a los buenos sentimientos o las nociones de igualdad y la necesidad de trabajar por la igualdad. Ese tipo de racialización tiene aspectos fantasmagóricos pero no es un puro fantasma, tiene aspectos delirantes pero no es un puro delirio, enuncia dificultades sociales reales
pero no es un simple reflejo de ellas. Es todo ello a la vez. Y a todo hay que dar respuesta.
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