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Fuente foto: www.cinepalomitas.com |
En mi artículo titulado ¿Limitar el número de inmigrantes en las aulas? celebraba yo la enmienda del Parlamento Vasco que instaba al Gobierno a que no permitiera en las aulas un número superior al 25% de niños de origen inmigrante. Me pronuncié a favor a sabiendas de que, desde la pedagogía antirracista en la que me siento militante, podía resultar una tesis polémica y la prueba es el interesante debate que ha surgido al respecto en estas mismas páginas.
Amelia Barquín. Precisamente Kepa Otero y Juan Fernández Ibáñez -en sus artículos publicados en esta tribuna el 24 de febrero y el 1 de marzo, respectivamente- se han expresado en contra de establecer ese límite en la matriculación. Me propongo en este artículo responder a algunos de los argumentos de ambos profesores.
El límite concreto -25%, 30% o 40%- es, seguramente, lo de menos. Lo de más es la existencia de centros donde sólo o mayoritariamente se escolarizan hijos de personas inmigrantes. Que me disculpe Kepa Otero si le desagrada que denomine guetos a esos centros. Lo hago precisamente porque denominarlos así es provocador, porque cuando se le llama así a un centro es posible que se revuelvan incómodos en sus asientos aquellos responsables de la administración educativa y aquellos gobernantes que han permitido que existan esas concentraciones -si se prefiere esta palabra- de alumnado de procedencia extranjera. Y más si se trata de concentraciones que están muy lejos de reflejar la realidad social del barrio en el que se ubican. Y lo voy a decir claramente: son concentraciones moralmente insostenibles. Lo feo no es el nombre, sino lo que está detrás de esas concentraciones.
Indica Kepa Otero que se niega a discutir sobre medidas como el establecimiento de máximos si previamente no se discute el modelo de sociedad que estamos construyendo. Entiendo la postura, pero yo me inclino por ir hablando y discutiendo de todo: de lo uno y de lo otro, porque eso segundo va muy despacio, mucho más de lo que muchas personas quisiéramos. La construcción de una sociedad más justa y la puesta en marcha de una educación social antirracista no se presentan como una realidad a corto plazo. No me atrevo a mostrarme optimista en este terreno; los datos nos dicen que la xenofobia ha crecido en los últimos años en las sociedades occidentales -incluso en aquellas que nos parecían un modelo hasta hace poco- y también en la nuestra.
Y en la escuela vasca, tampoco va el logro de la equidad al ritmo que quisiéramos. No hay más que leer el último informe del Consejo Escolar de Euskadi, que refleja con toda claridad que existen diferencias muy importantes en la escolarización del alumnado de origen inmigrante, lo que se traduce en grandes desequilibrios entre redes, modelos, provincias y entre escuelas. Y estos desequilibrios sí que tienen efectos perniciosos en el terreno de la cohesión social en la escuela y en la sociedad. Creo que dificultar que la sociedad vasca concentre a sus alumnos de origen inmigrante en determinados centros puede contribuir a lograr una mayor equidad y a la formación de todo el alumnado en competencias interculturales.
Dice Otero que los inmigrantes son sujetos de derecho -nos recuerda el artículo 1º de la Declaración Universal de los Derecho Humanos- y también Juan Fernández reivindica su diversidad. Pues claro. Y ojalá que todos los ciudadanos vascos pensáramos como ellos. Entonces no haría falta este debate porque todo el mundo estimaría la diversidad y las familias autóctonas estarían deseando matricular a sus hijos en escuelas con inmigrantes. Pero la realidad nos dice más bien lo contrario. Quizá por eso les cuesta tanto a los políticos ir socialmente por delante y arriesgarse a liderar medidas para la equidad.
Conviene, en todo caso, recordar algo fundamental. Es más que evidente que los inmigrantes no son un grupo homogéneo, pero sí comparten un rasgo muy importante: son casi en su totalidad de clase trabajadora y están realizando las labores más duras y en las peores condiciones en esta sociedad, además de estar sufriendo discriminación e injusticia. A ver si más que xenofobia, lo que está bastante extendido es eso que Adela Cortina ha denominado aporofobia, que es precisamente el miedo a los débiles o los pobres, a las personas de clase social inferior, con los que una parte de la población local prefiere no rozarse.
No nos despistemos demasiado con los brillos de la interculturalidad, porque el meollo puede estar en otro lado. Ojo con las aulas compuestas sólo de inmigrantes. Como señalan Ignasi Vila y Ramón Casares en un reciente y excelente libro sobre escuela y entorno social, "la búsqueda de conexión con el otro no puede hacerse únicamente con sus iguales, con los pobres, con los cuales ya están conectados". Es necesario que los niños conecten con entornos más heterogéneos socialmente, además de la necesidad en el terreno cultural de que conecten también con hijos de familias locales y no sólo con otros inmigrantes.
Quienes no desean o temen ver a sus hijos compartiendo aula con hijos de inmigrantes -sean las que sean las razones que quieran esgrimir para justificarlo- deben de estar contra la intervención y el establecimiento de medidas que equilibren los números y persigan la equidad. Que las cosas sigan como están les garantiza precisamente que haya escuelas sin inmigrantes, o con muy pocos, donde puedan escolarizar a sus hijos.
Dejar, en fin, que estos aspectos -llamémosles xenofobia, aporofobia, desconfianza o desconocimiento- tengan tanta influencia en la distribución de la infancia de la inmigración en las escuelas no me parece bueno ni para los hijos de los inmigrantes ni para los de los autóctonos. No contribuye a la equidad educativa ni a construir otro modelo de sociedad más justo. Siempre es más arriesgado tratar acerca de medidas concretas que de aspectos filosóficos, pero como bien sabemos, no tomar medidas es también tomarlas; no intervenir es dejar que las cosas sigan tal cual.
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