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Miquel Martínez. Fuente Foto: www.uoc.edu |
Educar para la ciudadanía supone apostar por un modelo pedagógico, no solamente escolar, en el cual se procura que la persona construya su modelo de vida feliz y al mismo tiempo contribuya a la construcción de un modo de vida en comunidad justo y democrático. Esta doble dimensión individual y relacional, particular y comunitaria, debe conjugarse en el mismo tiempo y espacio si lo que pretendemos es construir ciudadanía y sobre todo si ésta se pretende en sociedades plurales y diversas.
No todos los modelos de vida feliz son compatibles con los modelos de vida justos y democráticos en comunidad. La segunda mitad del siglo XX, caracterizada por la lucha y la profundización de los derechos humanos debe ser completada, no substituida pero sí completada, en el siglo que iniciamos por la lucha y la profundización en los deberes que como seres humanos hemos de asumir en nuestra convivencia diaria y con una perspectiva de futuro.
Las transformaciones sociales y tecnológicas, los movimientos migratorios y el carácter interconectado que acompañan el proceso de globalización que estamos viviendo, presentan a las sociedades más desarrolladas y concretamente a los sectores más favorecidos de éstas, retos que no son fáciles de integrar sin más, de forma natural. Los sectores más favorecidos de nuestro mundo y en concreto los que disfrutamos del llamado “primer mundo” debemos priorizar en nuestras políticas educativas acciones orientadas a la formación de una ciudadanía activa que sea capaz de responder ante estos retos en una sociedad de la diferencia y no de la desigualdad. Esto exige formar no sólo ciudadanos que defiendan y luchen por los derechos de primera y segunda generación, sino que también reconozcan la diferencia como factor de progreso y estén dispuestos a luchar para que éstos no induzcan desigualdades e injusticias incluso a costa del ejercicio de determinados niveles de disfrute de los derechos de primera y segunda generación por parte de ellos.
Este modelo de ciudadanía activa no se improvisa. Es un modelo que requiere acciones pedagógicas orientadas a la persona en su globalidad, a la inteligencia, a la razón, al sentimiento y a la voluntad.
Estas acciones pedagógicas deben contribuir al hecho de que en nuestro proceso de construcción personal, que no es solamente individual sino que se da en la interacción con los otros, aprendamos a apreciar valores, denunciar su falta y configurar nuestra matriz personal de valores. Esta tarea pedagógica consiste en primer lugar en crear condiciones que fomenten la sensibilidad moral en aquellos que aprenden, a fin de constatar y vivir los conflictos morales de nuestro entorno tanto físico como mediático. En segundo lugar, y a partir de la vivencia y análisis de experiencias que como agente, paciente u observador pueden generar en nosotros los conflictos morales en nuestro contexto, la acción pedagógica ha de permitir superar el nivel subjetivo de los sentimientos y mediante el diálogo construir de forma compartida principios morales con pretensión de universalidad. En tercer lugar, ha de propiciar condiciones que ayuden a reconocer las diferencias, los valores, las tradiciones y la cultura en general de cada comunidad, y al mismo tiempo que favorezcan la construcción de consensos en torno a los principios básicos mínimos de una ética civil o ciudadanía activa, fundamento de la convivencia en sociedades plurales. Estos principios básicos se refieren a la justicia y son identificados por Rawls como la igualdad de libertades y de oportunidades y la distribución equitativa de los bienes primarios.
Pero estas condiciones no se consiguen a través de declaraciones verbales, sistemas de enseñanza basados casi exclusivamente en la actividad del profesor o disposiciones legales que regulen los currículums de los diferentes países. Es necesario considerar que si educar en valores es crear condiciones para conseguir todo lo que hemos dicho hasta ahora, la función reguladora y de modelaje que ejerce el profesorado es clave. La formación de una ciudadanía activa precisa un profesorado beligerante en la defensa de principios como los apuntados y respetuoso con las distintas creencias de cada uno, formas de entender el mundo y formas de construirnos como personas, que respetando los principios de justicia enunciados conforman los diferentes modelos de vida buena de cada uno de nosotros.
Condiciones para una educación en valores y para la ciudadanía
Para ello, nos atrevemos a proponer tres criterios que tendrían que guiar la acción pedagógica del profesorado. Estos criterios deberían estar orientados a cultivar tres condiciones. La primera, el cultivo de la autonomía de la persona, el respeto a sus formas de ser y pensar y el trabajo pedagógico sobre todo aquello que haga posible que la persona esté en condiciones de defenderse de la presión colectiva y le ayude a pronunciarse de manera singular.
La segunda es que la persona entienda que ante las diferencias y los conflictos, la única forma legítima de abordarlos es a través del diálogo; y por tanto que esté entrenada a poder hablar de todo aquello con lo que no está de acuerdo con el otro. No estamos afirmando que a través del diálogo las personas seamos capaces siempre de resolver los conflictos, porque el diálogo no siempre resuelve los conflictos. Es más, hay conflictos en la vida que probablemente no precisan ser resueltos. La vida es también conflicto. Lo que el diálogo sí permite es abordar los conflictos de una forma diferente de cuando uno no los aborda desde el diálogo. Porque el valor del diálogo no se agota en el logro de consenso. El diálogo es una manera de avanzar incluso en el desacuerdo, una forma de respetarse a pesar de que no se esté de acuerdo. La búsqueda del consenso por principio es discutible. Puede llevar incluso a formas de pensamiento único que generalmente no contribuyen a profundizar en la convivencia en sociedades plurales. El diálogo debe contribuir a que las personas cuando no coinciden, cuando sobre un tema no hay un acuerdo, puedan avanzar en este desacuerdo, hablen como si fuese posible ponerse de acuerdo, a pesar de que no logren alcanzarlo. El valor del diálogo descansa sobre todo en el de las actitudes con las que avanzamos cuando la diferencia o el conflicto existe.
Y la tercera condición importante que deberíamos entre todos favorecer, es educar y promover situaciones en que podamos aprender a ser respetuosos y tolerantes de manera activa. Sabemos que la palabra tolerancia, generalmente, significa soportar al otro. No nos estamos refiriendo a la tolerancia en este sentido, sino en el sentido activo, en el sentido que hace posible reconocer al otro con igualdad de condiciones que nosotros, con la misma dignidad, y con la misma capacidad de tener la razón y la verdad que nosotros creemos que tenemos. Esta tolerancia, respeto y conocimiento del otro es difícil de practicar si no hay también un proceso de entrenamiento en la aceptación de pequeñas contrariedades. No podremos llegar a ser una sociedad solidaria si no nos educamos también en la contrariedad. La aceptación de las limitaciones, las nuestras, y las que nos impone el hecho de convivir en una sociedad plural no se improvisa en situaciones complejas, ni es practicada espontáneamente por los sectores más favorecidos. Nuestras propuestas pedagógicas en torno a la no exclusión y en contra de la discriminación y de la marginación deben incidir sobre los que puedan quedar excluidos pero sobre todo deben incidir sobre los que puedan ejercer la exclusión.
Creemos importante educar para entender que en toda comunidad, pero principalmente en sociedades plurales, el bien común no siempre significa satisfacción de bienes particulares, sino que a menudo el bien com
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